Había caminado demasiado… no había ni rastro de su “hermanastra”. No conocía ni su nombre, así que no podía gritar y llamarla por su nombre entre tanto copo de nieve. Ante ese escenario solitario, congelado y sin colores se deprimió aun más, estaba decidido. Iba a ver a su madre esa misma tarde.
Colocó el trineo en la nieve que enfriaba sus pies, subió a él y se impulsó hacia una pendiente a la que no se le veía fin. En cada metro que recorría sobre el trineo iba adquiriendo una velocidad vertiginosa. De pronto se escuchó una voz femenina que le gritaba.
—¡Detente! ¡Vas muy rápido! ¡Frena! ¡Vas hacia un precipicio!
Esteban escuchó esa voz como si alguien le estuviera susurrando al oído, sintió el calor del aliento de esas palabras, pero no quiso detenerse. Quería morir y abrazar a su madre de nuevo. Llegó al fin de la pendiente y se encontró con el precipicio, cayó unos diez metros, quizá menos. Durante su caída, él sentía que volaba, que soñaba, imaginó a su madre y cuando tocó el piso, del golpe quedó inconsciente.
Al cabo de un rato despertó, vio que se encontraba entre nieve blanca y pensó: “¿por qué no estoy muerto, acaso soy como un gato y tengo varias vidas? Yo no sé cuantas vidas me queden pero en este momento sólo me interesa vivirlas todas con ella, volver con mi madre. Esquiar hacia arriba”.
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