lunes, 12 de septiembre de 2011

No me acuerdo de nuestro primer beso porque todavía no termina...

Llovía como si el diluvio mismo hubiera empezado... ambos viajábamos en un taxi; ella, un poco empapada y con los cabellos escurriendo decidió recargarse en mi hombro. En el estéreo del taxi empezó a sonar esta canción.



Yo incliné mi rostro hacia ella y de repente la mojada piel de mi cara estaba rozando su fría nariz. Tuvimos nuestro Primer Gran Beso.





viernes, 9 de septiembre de 2011

Casualidades.

Es increíble… es como si supieras (aunque de verdad sí lo sabes, pero me sorprende que aun recuerdes) que es lo que me vuelve loco, lo que me mata. ¡Qué a gusto recordar cuando me presentaste ante tu familia antes de una discusión sobre ciudades y lugares del mundo! ¡Qué a gusto que mencionaras el detalle sobre esa plática cuando te preguntaron “¿Y a ti dónde te gustaría vivir?” y que tú te paraste, tomaste mis manos y dijiste “Con él”!

Noviembre.


Había caminado demasiado… no había ni rastro de su “hermanastra”. No conocía ni su nombre, así que no podía gritar y llamarla por su nombre entre tanto copo de nieve. Ante ese escenario solitario, congelado y sin colores se deprimió aun más, estaba decidido. Iba a ver a su madre esa misma tarde. 
Colocó el trineo en la nieve que enfriaba sus pies, subió a él y se impulsó hacia una pendiente a la que no se le veía fin. En cada metro que recorría sobre el trineo iba adquiriendo una velocidad vertiginosa. De pronto se escuchó una voz femenina que le gritaba.
—¡Detente! ¡Vas muy rápido! ¡Frena! ¡Vas hacia un precipicio!
Esteban escuchó esa voz como si alguien le estuviera susurrando al oído, sintió el calor del aliento de esas palabras, pero no quiso detenerse. Quería morir y abrazar a su madre de nuevo. Llegó al fin de la pendiente y se encontró con el precipicio, cayó unos diez metros, quizá menos. Durante su caída, él sentía que volaba, que soñaba, imaginó a su madre y cuando tocó el piso, del golpe quedó inconsciente. 
Al cabo de un rato despertó, vio que se encontraba entre nieve blanca y pensó: “¿por qué no estoy muerto, acaso soy como un gato y tengo varias vidas? Yo no sé cuantas vidas me queden pero en este momento sólo me interesa vivirlas todas con ella, volver con mi madre. Esquiar hacia arriba”.

Otoño.


En un intento por reconciliarse con su hijo, el padre invitó al joven a pasar un tiempo en una cabaña muy al norte de su ciudad, una cabaña cerca de unas montañas en las que hacía frío y caía nieve durante casi todo el año. Sabía que su hijo amaba el frío y que esquiar en esas montañas podría ponerlo de buenas.
Cuando entraron a la cabaña en donde hacía frío, fueron recibidos por la pareja de su padre, a quien el joven no sentía ganas de llamar “madrastra”. La madrastra hizo de comer y alimentó a su pareja y a su hijastro.
—Sofía, ¿dónde está tu hija?
—Ha ido arriba, a la montaña, debe estar esquiando. Esteban, ¿por qué no vas a buscarla? Sirve que se conocen.
El joven Esteban emprendió su marcha, subiendo la montaña entre el frío atardecer. En sus hombros llevaba un trineo. Durante su ascenso, empezó a llorar, extrañando a su madre. Su culpa era tan grande que también incluía a ese hermoso lugar.

Verano.


Pasaron los meses, el joven seguía quebrado; ni si quiera la docena de chicas que desfilaban por su cama cada mes eran capaces de alegrarlo. En una ocasión, una de esas chicas puso atención en el departamento del joven, se encontró con el retrato de una mujer rubia, hermosa, de ojos brillantes y azules.
—¿Quién es?  Le pregunto al joven.
—Es mi madre.
—¡Pero qué bella es! ¿Dónde se encuentra ella ahora?
—Está muerta. Murió de amor.
—¿Cómo se puede morir alguien de amor?
—Abandonada.

Primavera.


Pasaron varios años, la madre un día se murió, como mueren todos. Era su funeral, un funeral con poca gente, una madre divorciada es una mujer olvidada. Los asistentes: su hijo, destrozado. El ex esposo, padre del joven que lloraba, la nueva pareja de ese hombre que veía a su primer esposa muerta también acompañaba a los presentes en su dolor al igual que una decena de personas más sin importancia que lloraban o fingían que la mujer rubia les importó. El joven, quien acababa de dejar atrás la adolescencia (al menos físicamente) se acercó a su padre, lo observó a los ojos y fríamente dijo.
—Hubiera preferido que fueras tú el muerto.
El hombre no pudo con esas palabras, todo su cuerpo tembló y después de unos segundos cayó al piso gimiendo.
Su actual pareja se acercó al joven y le dijo al oído.
—Has sido muy duro con él. Por favor, ¡pídele perdón a tu padre!
—Eso es lo que pensaba hacer… hasta hace un segundo y medio, pero si me lo dices ya no puedo pedirle perdón. Nunca se piden esas cosas “por favor”, ¡Eso no es así! ¡”Por favor” que no se haya muerto mi madre!

Invierno.


Una pareja atravesaba un divoricio… el motivo: un hombre infiel.
Pasaron meses y le pidieron a su hijo que decidiera con quien deseaba vivir, el niño escogió a su madre, una mujer rubia, preciosa y de ascendencia alemana. 
En una ocasión, el niño escuchó a su madre llorar… se levantó abrió la puerta de su habitación y vislumbró a su madre sentada en la sala, sollozando. El párvulo se le acercó, le dio un abrazo fuerte y acariciando su cabello dijo. 
—No entiendo como es que te dejó de querer…
Su madre, limpiándose las lágrimas le contestó.
—Esas cosas no se pueden entender… pasan y ya, como el invierno. Tu padre es un hombre bueno, él no tiene la culpa de lo que está pasando.
—¡Sí la tiene! Y él no es bueno. Tú, madre, simplemente dices eso porque le sigues queriendo…